martes, 20 de septiembre de 2011

Pinceles en París.

Un aristócrata pinta sobre un lienzo mal tensado. Como aprendiz está ilusionado, y como pintor, tan triste como un día gris. Los colores no se mezclan como debieran, sus pinceles de calidad, están despeinados por el mal uso. Monsieur Mont mira sus dedos, finos y blanquecinos, y piensa que no están hechos para la madera, la tela o el aceite. Suspira mirando su torpe creación. Sonríe juzgando su primer lienzo. Mira en derredor: unas tijeras abiertas están no muy lejos de allí, reflectando el sol de una tarde parisina. La madera castigada de la mesa, lejos de brillar, parece melancólica envuelta en su tono mate.
Monsieur Mont dirige su mirada más allá del vano de la ventana y observa su casa girando tímidamente la comisura de la boca. La opulencia de aquel château rallaba el absurdo, pero en la distancia, la residencia del aristócrata callaba silenciosa y elegante. Bajo sus techos, estos gritaban escandalosos pidiendo la sencillez que le había sido arrancada.
"No puedo creer que no pueda pintar allá" Se dijo antes de retomar su pincelada añil.
La estancia tenía polvo, que sin ser notado, se depositaba en el atuendo aterciopelado de monsieur Mont. Los cuadros que ocupaban los rincones del cubículo, también tenían polvo, que -por suerte- ocultaba parte de las horrendas pinturas que descansaban en los lienzos industriales, tensados con precisión.
Ninguno era bueno, y ninguno lo sería: los cuadros de monsieur Mont no embellecían el mundo, pero él era feliz así, notando que su mano dejaba huella en la tela empapada. Cien personas le habían pedido que abandonase aquel vicio, y a cien había ignorado. El aristócrata, aún sintiéndose decepcionado por su escasa calidad de artista, llenaba lienzos con manchas que él interpretaba a placer. Y sólo podía hacerlo en una estancia sucia y húmeda, lejos de los lujos que guardaba su hogar.

Lejos, una mujer creía a su marido rodeado de filósofos, frente a un té servido en porcelana pintada, o puede que bañada en oro. Se levantó de la mecedora para girar levemente hacia la izquierda un jarrón de plata grabado, y retomó su lectura. Sus amigas estarían orgullosas de la blancura de su piel, que jamás adquiriría el vulgar tono tostado de la de un campesino. Pronto su marido llegaría a casa, cuando la cena estuviese casi servida, y ella le contaría las últimas nuevas. Él las escucharía en silencio, agradecido por la vida de lujos que les pertenecía por derecho.

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