Un espejo de clara superficie y tenue resplandor, que en la noche parece brillar a cada gota que cae fuera. Porque fuera todo cae. Siempre cae. Aquí dentro cada cosa tiene su lugar, y cada lugar su rincón, cada alfombra su suelo, y cada objeto su cajón.
Unos zapatos esperan frente a la puerta, durante lustros, a cantar con sus tacones. Pero no cantarán. Son tacones de otra época, que esperan a la mujer que los calzaba que ya no está. Hay otra ahora, otra nueva con los mismo rincones, cajones y lugares que la otra.
Los libros se desordenan a cada segundo que pasan cogiendo polvo. Sólo hay uno que resiste fuera, que no cesa de ser leído, y que una y otra vez repite con salmodiante disciplina lo que ha de decir. No dice más, aunque la mujer espera que lo haga. Sólo dice lo que debe, y no debe mencionar más porque para eso fue escrito: para no ser leído entre líneas. Las exhaustivas descripciones la transportan una y otra vez a un lugar en el que ya estuvo. Un lugar que conoce, odia y adora en iguales cantidades. Es un lugar dónde ha sufrido y ha sido feliz. Un lugar donde el tiempo pasa, pero da igual que lo haga, porque allí los días no se acaban nunca. Todo sucede porque debe suceder y parece que no hay opción a decidir qué será lo siguiente.
Nada queda tras él, ni delante de él. Sólo debajo, muy por debajo, aparece alguien hastiado de sí mismo y de su vida, pendiente más de sus sueños que de su realidad. Perdido bajo una inmensidad de humo que pesa cual acero. Ese alguien teme por encima de todas las cosas perder el peso que supone la nube que flota sobre sí, que la oculta, que la mengua y emborrona... y que la hace feliz.
En la habitación nada sucede. Todo es corriente, pero todo parece expectante y nervioso a que algo suceda. Pero nunca pasa nada.
Fuera llueve, y el espejo resplandece un poco más, y refleja lo de siempre. Una mujer que también espera algo, igual que los libros y que los zapatos. Espera que alguien vuelva, pero nadie vuelve porque nada ocurre allí. Quizá vuelva la mujer que se apeaba a los tacones y los hacía rechinar con orgullo. Quizá vuelva quien saque mil libros para leerlos, y guarde por fin el libro rojo que nada dice porque nada debe decir.
Si vuelve ella, el libro volverá a su lugar, y los zapatos no habrán de esperar más. Hasta entonces hay que esperar a que algo suceda. Pero aquí nunca pasa nada.
Mientras tanto, fuera todo cae. Siempre cae.