viernes, 23 de septiembre de 2011

Homogeneidades.

¿Cómo puede llegar una persona a cambiar la concepción de tu vida? Sin quererlo. Esa es la única respuesta posible. Porque cuando alguien quiere hacer mella en ti, un dispositivo se dispara dentro nuestra y nos pone alerta, a la defensiva, y preparados para atacar si es preciso.
Si esa alerta no se dispara es porque tú no percibes que alguien quiere entrar en tu entorno. Hay personas, que son -simplemente- empujadas hacia él. Y esas, son las que operan el verdadero cambio. Gente que llega a un punto sin saber cómo, y encuentra que ahí está bien, que esa persona nueva en tu vida debe estar ahí. Si pasa el tiempo suficiente y echas la vista atrás, no comprendes cómo has podido llegar a entrelazar tanto tu vida con la de la otro ser. No señores, no hablo de amor, hablo de amistad. 
Hablo de amigos en los que no ves un principio claro. Buscas un momento en el que decidiste confiar, y entregar tus secretos y no lo encuentras. Puede que una tarde, puede que quizá otra... pero no hay un principio. No existen flechazos en las amistades verdaderas, porque se forjan, sin más, a lo largo de momentos insignificantes que hacen un todo inmenso, que se alza a nuestras espaldas y nos proporciona cobijo y seguridad, porque sabes que alguien va a estar ahí para oírte lloriquear. No buscarás en esa persona un buen consejo, ni un buen abrazo, ni ninguna cualidad en particular... porque tú no escogiste a esa persona. Así son las cosas, está en tu vida, y la aceptas porque así es, y así debe ser. No te convenzas de que si encontraras a una persona parecida, tendríais una amistad similar, porque esa amigos, es una enorme mentira. Puedes encontrar a cientos de personas similares en gustos, costumbres y manías, pero tú ya tendrás un alguien, y lo demás sólo serán vulgares imitaciones. Hay personas insustituibles, que lo son sin que lo hayas decidido. Nunca le has otorgado un puesto especial, pero lo tiene. Son personas empujadas a tu mundo, que encuentran que ahí están bien y se quedan junto a ti. Se fusionan con tu vida y crean una masa homogénea. 

Ahora seiscientos sesenta kilómetros, separan su casa de la mía. 
Pero las homogeneidades no pueden separarse.

martes, 20 de septiembre de 2011

Pinceles en París.

Un aristócrata pinta sobre un lienzo mal tensado. Como aprendiz está ilusionado, y como pintor, tan triste como un día gris. Los colores no se mezclan como debieran, sus pinceles de calidad, están despeinados por el mal uso. Monsieur Mont mira sus dedos, finos y blanquecinos, y piensa que no están hechos para la madera, la tela o el aceite. Suspira mirando su torpe creación. Sonríe juzgando su primer lienzo. Mira en derredor: unas tijeras abiertas están no muy lejos de allí, reflectando el sol de una tarde parisina. La madera castigada de la mesa, lejos de brillar, parece melancólica envuelta en su tono mate.
Monsieur Mont dirige su mirada más allá del vano de la ventana y observa su casa girando tímidamente la comisura de la boca. La opulencia de aquel château rallaba el absurdo, pero en la distancia, la residencia del aristócrata callaba silenciosa y elegante. Bajo sus techos, estos gritaban escandalosos pidiendo la sencillez que le había sido arrancada.
"No puedo creer que no pueda pintar allá" Se dijo antes de retomar su pincelada añil.
La estancia tenía polvo, que sin ser notado, se depositaba en el atuendo aterciopelado de monsieur Mont. Los cuadros que ocupaban los rincones del cubículo, también tenían polvo, que -por suerte- ocultaba parte de las horrendas pinturas que descansaban en los lienzos industriales, tensados con precisión.
Ninguno era bueno, y ninguno lo sería: los cuadros de monsieur Mont no embellecían el mundo, pero él era feliz así, notando que su mano dejaba huella en la tela empapada. Cien personas le habían pedido que abandonase aquel vicio, y a cien había ignorado. El aristócrata, aún sintiéndose decepcionado por su escasa calidad de artista, llenaba lienzos con manchas que él interpretaba a placer. Y sólo podía hacerlo en una estancia sucia y húmeda, lejos de los lujos que guardaba su hogar.

Lejos, una mujer creía a su marido rodeado de filósofos, frente a un té servido en porcelana pintada, o puede que bañada en oro. Se levantó de la mecedora para girar levemente hacia la izquierda un jarrón de plata grabado, y retomó su lectura. Sus amigas estarían orgullosas de la blancura de su piel, que jamás adquiriría el vulgar tono tostado de la de un campesino. Pronto su marido llegaría a casa, cuando la cena estuviese casi servida, y ella le contaría las últimas nuevas. Él las escucharía en silencio, agradecido por la vida de lujos que les pertenecía por derecho.

lunes, 19 de septiembre de 2011

El valor de ser poeta.

Hablaba hace poco de lo caprichoso y enrevesado de las palabras, y de como giran voluptuosas, retando al escritor a domesticarlas para poder contar lo que realmente quiere contar. "Ser escritor es un suplicio" decía yo. ¿Lo es? Sí, no he cambiado de idea, claro que... en fin, siempre hay un pez más grande en el mar. Lo que quiero decir en realidad es: si ser escritor es complicado por la cantidad de palabras con las que tienes que tratar, ¿cómo es ser poeta?
Ellos, y no me incluyo en el tormentoso mundo bohemio, no tienen cien palabras, tienen diez. Eso debe ser exhasperante: contar con diez únicas oportunidades de hacer de tu creación una obra digna de mención. Tiene que ser un desasosiego espiritual, saber que en algún lugar de tu cabeza, del diccionario, o en alguna boca no muy lejana, está la palabra que buscas, pero que se burla de ti no dignándose a aparecer. Un poeta debe tener, por pura matemática, un conocimiento lingüístico mayor que un escritor. Aunque en lo que es la práctica... ¿no usan, acaso, menos palabras? Ser buen escritor -por esto- me parece más fácil que ser buen poeta, del mismo modo que es más fácil ser buen periodista que buen químico. La clave, creo, radica en la precisión y en si le das o no el valor que se merece. Mi poema favorito visto desde mis ojos, es tan brillante como la luz, y tan perfecto como una esfera. No cambiaría ni una sola palabra; no un tono; no una coma. Los versos empiezan y acaban solos, y parece imposible terminar de recitar uno y no continuar con el siguiente.
Estamos de acuerdo en que los elementos de un escritor y un poeta son los mismos -letras, palabras-, pero por temas de cuantificación, dos palabras estropean un poema, y no un libro.
Me consuelo pensando esto, ya que, si no digo lo que que debo decir como debo decirlo, mis personajes harán el trabajo por mí.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Lo innato es incontrolable.

Ser escritor es un suplicio constante. Un dulce suplicio con altibajos a cargo de las llamadas musas. Tan pronto no puedes dejar de teclear, como después sólo pensar en ello te produce nauseas. Opino que toda obra cuyo título pueda ser escrito con mayúsculas debe tener varios pasajes sufridos, que hayan costado sudor y lágrimas. Eso es ser escritor: sudar y llorar.
Tecleas. Es un ruido constante, sordo y desquiciante. Pero saca algo de tus entrañas. Una sensatez desconocida que emerge desde una conciencia dormida, hasta llegar a la más brillante revelación. Y pares. Pares letras primero, palabras más tarde y frases después. Y sabes que llegarán a alguna parte, pero no sabes exactamente a donde. Bueno, los más experimentados sí lo saben, porque eso son, expertos, y tienen tanta confianza en su prosa pueden llevarla a donde quieren, no obstante... hay algo que no me diferencia de ellos. Ni a mí, ni a ningún escritor: y es que es cierto que puedes saber a dónde llegar; saber dónde terminará el camino de tus letras. Pero nunca se sabe exactamente cómo llegar ahí. Porque el camino lo hace cada palabra, y las palabras son innatas, y lo innato es incontrolable.
Y así es la prosa de un escritor, incontrolable.
Por eso ser escritor es un suplicio constante. Pero un dulce suplicio con altibajos, que hacen de esta profesión un lugar en el que guarecerse cuando fuera hace frío.
Allí estarás caliente, aunque te acompañe un ruido constante, sordo y desquiciante.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Pura escritura.

Voy a relegar este abandonado blog a fragmentos de pura literatura, y eliminar sandeces como reflexiones de películas. Así son las cosas y lo lamento.
Este verano no ha sido fácil, de verdad que no lo ha sido. Me pesaba en el alma haber dejado de lado el blog, pero no quería retomarlo. No tiene una temática y es, por demás, inconexo. Me enfadé conmigo porque perdí de una manera tormentosa el objetivo de ese site, que era aprender a escribir.
Cuando me ficharon el blog no cabía en mí. Pensé: "soy escritora" y me consolé con aquella esperada afirmación. Pero no me sentía escritora porque tras un fracaso tras otro, y dos novelas inacabadas, ya no te sientes parte de nada. He invertido mucho esfuerzo en Teilnok, y me gusta lo que está resultando, pero mis musas han huído, y me sentí estúpida al pensar que me sentí escritora por un momento.
Luego volví al blog y leí opiniones en vez de literatura y me enfadé. Me dije: "déjalo", y así lo hice. Quiero tener las cosas claras a la hora de escribir, y no las tenía. Así que voy a abrir un blog para esas sandeces. Sandeces como la última película que he visto, o lo que carajo sea un ebook, pero no aquí. Hay buenos post, como "números", y no quiero mancillarlos.
Al no tener temática, este blog no podría llegar lejos. No sé como no lo vi antes. Cierto que hay gente que tenía buenas opiniones de él, y no las critico. Simplemente soy coherente: con un blog que no hable de NADA EN PARTICULAR, no llego a ningún sitio. Y yo no soy experta en NADA EN PARTICULAR, así que no puedo ser coherente. Eso es todo.

Voy a borrar los post que no encajen aquí, y comenzaré un blog informal en el que no desvariar con el castellano.
Así son las cosas y lo lamento.