Las decisiones más difíciles son las que no quieres tomar.
Ese momento, ese terrible momento en el que tienes que
decidir… y tragas saliva y dejas que tu lógica actúe y arrincone al corazón en
una habitación oscura. El pobre se queda ahí, sangrando y apaleado, gritando
cosas que se reducen a susurros tras la firme voz de la razón. Porque contra la
verdad no se puede pelear y los hechos son los hechos. Hay cosas que son
mejores que otras… alternativas a las que uno no debe decir no.
Y duele, y el pecho se te parte, y dejas que tu mente lleve
el peso de todo. “Dile lo que debes decir” Te repites. “Dilo.”
Y lo dices. Lo dices mientras oyes dentro de ti al corazón
enfurecerse y sacar fuerzas de las raíces más instintivas que tenemos. Grita el
pobre y patalea. Y llora mientras se deja la voz. Pero tú aún así lo dices.
Porque es lo que debes decir.
Le miras a los ojos: “Debes marcharte”.
Y te guardas el dolor, y no le dices que cuando lo haga
morirás un poco. Que cuando lo haga sentirás pánico, y te costará respirar. No
le dices que el único momento del día en que eres tú misma es cuando él está
cerca. Ni tampoco mencionas que lo único que te asusta de verdad es su
ausencia. Y guardas silencio, mientras te aterra la idea de no volver a ver sus
ojos, o de saber que el sonido de su risa pronto se convertirá en un recuerdo.
En un sueño que intentaste disfrutar más tiempo del debido y que por eso se
desvaneció. Te callas y lamentas la fragilidad que se adueña de ti, sólo por
pensar que se aleja, y que su piel y su olor y sus labios y su sonrisa dejarán
de formar parte de tu vida.
“¿Qué vida?” Te preguntas. “¿Qué vida me va a quedar?”
Tragas, y repites: “Debes marcharte”
Y tras eso, te calzas la coraza.
Una y no más.
Jamás volverás a caer en nada parecido.
Nunca.
Alba Rosillo Llamas
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